La casa de comidas de Elvira

Enviado por ENAE, el 12/01/2012 - 01:00
La casa de comidas de Elvira

Por Antonio Ángel Pérez Ballester. Profesor en el Máster en dirección de Personal y RRHH. el MBA en dirección de Empresas y el Curso de Experto en Logística de ENAE Business School. Socio-director de INFLUYE - Coaching & Desarrollo.

 

Dedicado a todas las mujeres y hombres que creen en lo que hacen, y lo hacen muy bien; que se alimentan con ilusión y generan esperanza; que son audaces y levantan otro mundo, mientras los demás se resignan y gritan que no es posible.

 

Érase una vez una mujer que vivía en una pequeña población situada en un cruce de caminos. Elvira, que así se llamaba, enviudó a los 42 años, y no volvió a casarse. Sus hijos crecieron, estudiaron con becas y marcharon a trabajar fuera. Con cincuenta y dos se encontraba fuerte y animosa y todos los que la conocían le reconocían dos cualidades: cocinaba como nadie y tenía encanto especial para relacionarse con todo el mundo. Elvira tomó una decisión: abrir una casa de comidas. Familiares y amigos la apoyaron.
 
Pidió un crédito, hipoteco su casa, invirtió sus ahorros y con la ayuda de un despierto boliviano, Walter, abrió su restaurante con un nombre previsible: “Casa Elvira. Comidas caseras”.
 

Servían buenos menús a precios económicos, cuidaban la higiene de los baños, tenían la sonrisa puesta y el plato caliente. Pretendía vivir de algo que le gustaba hacer, y ayudar a otros que pensaran como ella, y si sobraba algo, pagarse unas vacaciones y por supuesto, asegurarse su vejez. Pronto el boca-oreja funcionó y pudo dar de alta a Walter, que  trajo a su mujer –Lidia- de Bolivia, y no pasó mucho tiempo para que ésta le ayudara en la cocina e incorporara al menú alguna especialidad de su tierra. Todo marchaba bien, compraba a diario las materias primas, dejaba en la carta lo que funcionaba, y tenía hasta tres opciones por plato, invitando siempre a café a sus clientes.

 

Elvira no mostraba mucho interés por lo que pasaba en el mundo; no tenía televisión (no permitió que entrara en su restaurante), ni leía los periódicos; su tiempo libre lo dedicaba a jugar a las cartas con sus amigas, dar paseos y recibir clases de pintura (era una ilusión que nunca había manifestado). Desde luego, las cosas no marchaban bien para muchos, pero ella no lo notaba, al contrario, su comedor siempre estaba lleno, mientras otros del lugar habían despedido empleados y uno incluso, cerró. No tocó prácticamente los precios en tres años, y los parroquianos se lo agradecieron llenando su local, a pesar que nunca abrió por la noche, pues con los desayunos y comidas, le bastaba, cerrando incluso dos días por semana. No obstante tomó algunas decisiones, pues notaba que estaba perdiendo calidad en el servicio.

 

Contrató dos chicos que le venían los días más fuertes para ayudar en el comedor, alquiló el terreno colindante para que pudieran aparcar camiones, y continuó con su política de calidad, con su menú, sus cafés gratis y su trato impecable.

 

Un día pensó que debía llamar a su hijo mayor y contarle con detalle lo bien que le iba y las decisiones que había tomado. Seguro que estaría orgullosa de ella.
 
Su hijo vivía en el extranjero y trabajaba en un banco de inversiones, sabía del restaurante, pero nunca conoció con detalle la evolución en los últimos tres años. Cuando escuchó lo que había hecho su madre, le espetó: pero mamá, ¿no escuchas la radio ni lees los periódicos? El mundo atraviesa una gran crisis, el país soporta 5 millones de parados y se acerca otra recesión; es un milagro que tu restaurante se mantenga, pero todavía estamos a tiempo. Hay que tonar medidas.
Su madre pensó: mi hijo ha estudiado, trabaja en un importante banco y sabe de lo que habla. Yo no tengo estudios y seguro que la suerte no me va a acompañar siempre.  Le haré caso y seguiré sus instrucciones.
 
Revisó sus costes, dejó de comprar en el mercado a diario, introduciendo congelados; cambió de proveedores, desde el panadero hasta la cooperativa de vinos del pueblo, cambió la carta e introdujo precocinados, despidió a los dos chicos y dejó de invitar a café (su hijo le dijo que el margen del café era de los más altos, y que era un lujo perderlo). Su prestigio y las ventas comenzaron a bajar semana a semana. Los camiones dejaron de parar y desalquiló el terreno.
 

Unos meses después, Elvira cerraba su local y llamó a su hijo:

 

Tenías mucha razón, verdaderamente estamos atravesando una gran crisis, gracias a ti hemos llegado a tiempo y he podido salvar lo justo para poder cumplir con el banco.

 

Elvira volvió a sus partidas de cartas y sus paseos y Walter y Lidia a Bolivia, con la ayuda del gobierno.
 
En cuanto a las clases de pintura las dejó, pues se trataba de un lujo en tiempos de crisis.